miércoles, 12 de septiembre de 2018

Lobo en paz, un secreto de cuatro patas



            Al amanecer, el joven lobo subía con un trote ligero hasta lo alto de la loma y se tumbaba entre los arbustos para camuflarse. La curiosidad lo llevaba hasta allí cada mañana, luego pasaba horas mirando lo que sucedía en el llano. Sabía que encontraría a otros lobos; lo supo, incluso antes de verlos, porque ya los había escuchado y olido a distancia.
El lobo solitario hubiera deseado que fueran sus compañeros, sin embargo, aquellos lobos estaban encerrados, y lo que resultaba más peligroso: siempre rondaban humanos y enormes perros mastines por el lugar.
Los días transcurrían sin que el lobo abandonara la zona ni la idea de aproximarse hasta el cercado, pero aún no se atrevía… tenía miedo a las personas.  
Le desconcertaba, especialmente, la confianza entre aquellos lobos y sus cuidadores: los saludaban con mucho entusiasmo, se dejaban acariciar, saltaban a su alrededor y los lamían como si fueran grandes amigos de una misma manada. 


Durante su acecho, también, llegó a conocer muy bien a una familia que solía ir a ver a los lobos. El lobo errante observaba con especial interés a un cachorro humano que jugaba a diario con ellos.
¿Quién era ese cachorro? Pues se llamaba Miguel y estaba pasando las vacaciones en una reserva de lobos con su abuelo Jorge.
Una mañana, Jorge montó al pequeño en su caballo y se lo llevó de paseo por el campo. En un momento dado, un halcón cruzó el cielo tras una perdiz y el abuelo aprovechó para explicarle al niño cómo cazan las rapaces. Al levantar la vista para seguir el vuelo del pájaro, Miguel vio la silueta de otro animal sobre la colina.
—Abuelo, allí hay un lobo.


          Sí, había un lobo, era el joven lobo que los observaba desde hacía rato. Los tres se quedaron quietos. Mirándose. Pasaban los minutos y ninguno se movía. El animal sentía miedo y curiosidad; Jorge, una tremenda emoción y Miguel… ¡Miguel estaba deseando ir a tocarlo!
—Abuelo, vamos a ver al lobo. Anda, anda… —lo animaba espoleando al caballo con sus piernas.
Jorge observaba al cánido evaluando sus intenciones y el riesgo que corría con el niño.
Lobo y hombre se miraron a los ojos, Jorge podía notar la intensa mirada del lobo clavada en él, el lobo sentía la determinación y la nobleza de aquel hombre. Sin palabras ambos comprendieron que se respetarían y que no se harían daño.
—No, Miguel. Es un lobo salvaje y hay que dejarlo en paz —dijo el abuelo tirando de las riendas del caballo para marcharse en otra dirección.
—Adiós, lobo —se despidió Miguel levantando la mano.
Tan entusiasmado estaba el abuelo con el nieto, y tan contento el nieto con el abuelo, que solían pasar todo el día juntos de acá para allá.


En una de estas salidas al campo, Jorge se cruzó con un pastor de cabras y empezó a charlar con él mientras el niño merendaba. Correteando por la dehesa, de pronto, se encontró frente al lobo del día anterior.
—Hola, lobo. ¿Qué haces aquí? ¿Nos estabas siguiendo? —preguntó Miguel tan tranquilo.
El lobo sabía que tan solo era un cachorro, por lo tanto, no representaba ningún peligro, así que se sentó mirándolo y esperando a ver qué hacía.
—Oye, lobo, el abuelo me ha dicho que te deje en paz. Si no te hago nada, estás en paz, ¿verdad?


          El lobo echó una oreja hacia atrás. Se estaría preguntando qué demonios le decía el pequeño. El niño simplemente quería ser amigo de aquel lobo tan bonito.
— ¿Quieres pan con jamón? —Le echó el bocadillo que le quedaba. El animal lo olió y se lo comió al instante.
— ¡Miguel, no te alejes más! ¡Ven! —gritó el abuelo sin bajar la guardia para no perder de vista al nieto ni un minuto.
— ¡Si estoy aquí mismo, abuelo! ¡Ya voy…! —contestó el nieto.
Los gritos habían asustado al lobo y, agazapado bajo una encina, dudaba entre esconderse más o salir huyendo hacia la sierra. 


          —Amigo, tengo que irme. Espero que mañana vengas otra vez —. Y Miguel fue corriendo a reunirse con su abuelo.
— ¿Qué estabas haciendo, pillín? —Quiso saber Jorge.
—Estaba jugando a “lobos en paz”—. La ocurrencia del niño hizo que el abuelo estallara en risas, pero no comprendió que lo decía en sentido literal,  no se trataba de un lobo imaginario, había estado con un lobo real.
En los días siguientes, Miguel y el lobo volvieron a encontrarse. Con la naturalidad con que los niños traban amistad y se ponen a jugar, empezaron ambos a acercarse y a hacer pequeñas correrías juntos. Mitad ingenuidad infantil y mitad falta de miedo, porque él no estaba educado en el terror al lobo, lo convirtió en su compañero.


           Mientras Jorge leía sentado a la sombra de una encina, escuchaba hablar al niño y sonreía pensando que jugaba a “lobos en paz”.  El lobo era tan astuto que no se dejaba ver por el adulto; de esta forma, la relación era un secreto entre Miguel y el lobo.
Aunque era un secreto que pronto dejaría de serlo, y no es que Miguel no supiera guardar secretos, es que el lobo decidió contárselo a Jorge de la forma más curiosa que os podáis imaginar.
Ese día, Jorge había ido a Hellín a recoger un libro que pensaba regalar a Miguel por su cumpleaños, así que el niño salió de excursión con su mamá y la abuela.
Aunque a lo lejos, sobre la sierra, se veían nubarrones bastante oscuros, en Riópar el cielo estaba despejado y la temperatura era muy agradable.
Disfrutaron mucho de aquella deliciosa tarde campestre: merendaron, charlaron, jugaron con el niño, se hicieron fotos y rieron de lo lindo.
A última hora, se había levantado un viento muy fresco y decidieron regresar a casa. Entonces empezó lo malo: el coche no arrancaba. Primero, bajó la madre del vehículo y levantó el capó por si veía algo anormal y podía arreglarlo.
—Pues no sé… parece como si fallara el sistema eléctrico… por eso ni siquiera arranca al girar la llave—aventuró frunciendo el ceño.
Abuela y nieto también salieron del coche y se pusieron a mirar el motor. Mientras las mujeres se ocupaban de llamar a una grúa, Miguel se dio cuenta de que había venido su amigo lobo y se fue a jugar con él. 


          Curiosamente había aparecido un pequeño curso de agua que no estaba cuando llegaron y el niño se entretenía tirando tronquitos y viendo como los arrastraba la corriente.
Transcurría el tiempo sin que la grúa llegara a aquel apartado lugar. Era importante que las encontrara antes de que oscureciera, de lo contrario, cada vez sería más difícil; así que intentaban orientar al mecánico por teléfono.
Ocupadas en esto no se dieron cuenta de lo que sucedía a sus espaldas hasta que un ruido sordo les llamó la atención. Entonces, se dieron la vuelta y vieron que se había formado un arroyo en una rambla que llevaba seca muchos años. 


            — ¿Dónde está Miguel? —preguntó angustiada la madre.
—¡¡Miguel!! —gritaron ambas yendo de un lado para otro buscándolo.
— ¡Estoy aquí, mamá! —contestó el niño desde la otra orilla mientras lanzaba piedras al agua.
El fragor del agua era mayor a cada momento, igual que el caudal. La madre intentó cruzar el arroyo, pero ya no era posible sin que la arrastrara la corriente. Volvió a su orilla.
Nadie sabe hasta qué punto se puede encoger el corazón de una madre cuando ve a su hijo en peligro, sin embargo, ella sonreía para que el niño no se asustara.
—Miguel, no te preocupes. Mamá no puede cruzar, pero ahora vendrá el abuelo por el otro lado del río a recogerte.
A primera hora de la tarde, una fuerte tormenta había descargado muchísima agua en lo alto de la sierra, al escurrirse, había formado un gran torrente en muy poco tiempo.
Las nubes se habían desplazado hasta Riópar con sus relámpagos y, ahora, una cortina de agua tremenda apenas dejaba ver. Miguel estaba mojado de la cabeza a los pies, los truenos retumbaban en todo el valle y fue entonces cuando el lobo decidió llevarlo a un lugar seguro donde resguardarse. 
Empezó a empujarlo con el morro, a morderle la chaqueta, a tirar de él hasta que Miguel comprendió que quería que lo siguiera y se fueron juntos monte arriba donde no llegaba el agua.
Madre y abuela estaban desesperadas porque la tormenta había dejado sin cobertura los teléfonos de forma que no podían avisar a Jorge para que fuera a rescatar al nieto. ¡¡Qué desastre!!
Regresaba Jorge de la imprenta de Hellín cuando empezó a sentir una especie de sensación extraña, con el paso del tiempo, era ya como una angustia, aunque no se encontraba enfermo.
Tenía la idea fija de que no debía ir a su casa, sino al campo. Ignoraba el porqué, pero cada vez la inquietud era más fuerte, más urgente. 


No podía explicar cómo se había formado en su cabeza la imagen de un lobo en un paraje que conocía muy bien, pero que no sabía a santo de qué lo recordaba ahora; sin embargo, sentía la necesidad de ir hasta allí en aquel preciso momento.
Siguió aquel impulso, dejó el coche en la carretera y anduvo campo a través bajo la lluvia durante un par de kilómetros. 


          Aunque la lluvia arreciaba, al mirar hacia los peñascos que coronaban la loma, le pareció distinguir una silueta lobuna. Se limpió las gafas de agua y volvió a mirar. No había nada. Pensó que aquella especie de locura ya había durado bastante. Dio media vuelta para regresar a casa, y en ese instante, un aullido corto y seco como una protesta le erizó los pelos de la nuca. 


          Se giró muy lentamente. Allí delante estaba el lobo. Sus ojos en los suyos. El lobo empezó a subir cuesta arriba sin perder de vista a Jorge y él lo siguió como si aquella mirada tuviera un fuerte imán que no podía resistir. 
Antes de llegar a lo alto, escuchó algo que lo sorprendió muchísimo más que el aullido del lobo.
— ¡Hola, abuelo! —saludó Miguel desde la entrada de una pequeña cueva—. Has tardado un montón…
— ¿Miguel, eres tú? —preguntó con incredulidad Jorge intentando distinguirlo en la penumbra.


          —Pues sí, abuelo, soy yo. Y este es… —el niño vaciló al darse cuenta de que el lobo no tenía nombre—, este es Lobo en Paz. Te prometo que lo he dejado en paz, abuelo —añadió enseguida con cara de niño bueno para que no lo regañara por haberse ido con el lobo prohibido.
Jorge cogió al niño en brazos y le dio un abrazo de abuelo mimoso. Luego le preguntó cómo había ido a parar allí. Miguel se lo explicó.
—Tu madre no me ha llamado por teléfono, Miguel. No será una broma, ¿verdad?
—No, no, abuelo—. Negó con la cabeza. — Si mamá no te lo ha dicho, ¿por qué has venido a buscarme? ¿Cómo sabías dónde estaba?
Jorge se quedó callado un momento, miró al lobo que estaba tumbado al lado lamiéndose el agua. 


—Me lo ha dicho el lobo. Él me ha traído hasta aquí. Creo que ha enviado un mensaje sin palabras desde su cabeza a la mía. Se llama telepatía.
— ¡Ah, vale! —dijo Miguel sin darle mayor importancia acostumbrado como estaba a las nuevas tecnologías.
Se despidieron del lobo y bajaron de la sierra cogidos de la mano hablando de cosas de nietos y abuelos, naturalmente.
Poco después ya funcionaban los teléfonos y pudieron avisar a la madre de que estaban a salvo. Ellas, también, habían llegado bien a casa.
Durante la cena, Miguel les explicó cómo el lobo había avisado al abuelo para que fuera a buscarlo. 


          —Se llama tele… tele… telepatita o algo así, ¿no, abuelo? Es como si el lobo le diera con la patita a un móvil y saliera el mensaje en la cabeza del abuelo, pero sin hablar ni escribir, ¿eh?
    Todos se echaron a reír. Miguel era demasiado pequeño para saber explicar la telepatía, pero era muy inteligente y, de forma intuitiva, lo comprendía o quizás tenía facultades telepáticas y no le resultaba extraño que pudiera entenderse de maravilla con el lobo.
¡Ojalá sea Miguel el científico que logre explicar la telepatía y demostrarla!

He recibido un mensaje: el lobo quiere que salga a jugar con él.

Las maravillosas fotografías del lobo son de Julián Fernández Quilez, agradezco su autorización para utilizarlas en este relato. 
Los apaños poco artísticos para juntar niños con lobos son cosa mía.



2 comentarios:

  1. Encantador. Para los amantes de la naturaleza, nos haces vivi la aventura con el lobo. Gracias Milano. Cariñoso abrazo.

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  2. !1 Que grande es nuestra amiga Milano Negro !

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