Un cuento para que los niños no teman a las arañas
Reconozco que las arañas son raritas: van peludas porque siempre se olvidan
de ir a la peluquería a cortarse el pelo, algunas son negras y otras de
colores, tienen ocho patas y todas corren mucho (creo que por eso necesitan
tantas patas), y corren tanto porque son muy muy miedicas. Claro que si yo viera a un gigante que quiere
aplastarme o arrancarme una pata también correría y mordería. Vosotros, ¿no?
Voy a contaros la historia de Isabella y su araña.
MARTINA LA ARAÑA SALTARINA
Isabella nunca pensó que un día sería famosa, y no lo pensaba, porque
tampoco le importaba ser famosa; a ella lo que de verdad le gustaba era jugar
con su amiga Ángela. A veces, se iban las dos al bosque que había detrás de su
casa o a los campos de almendros y manzanos que labraba el abuelo de Ángela.
Precisamente esta historia empezó con el abuelo y sus almendros, y Ángela que
entró corriendo en la peluquería de su madre.
—Hola, mamá, ¿sabes qué me ha regalado el abuelo? —preguntó
levantando un pequeño saco.
—No tengo ni idea. ¿Qué?
—Almendras nuevas, de esas que aún están tiernas.
— ¡Qué buenas! Abre unas cuantas y nos las comeremos juntas cuando termine
de peinar a esta señora.
Ángela se fue al reservado donde se almacenaban los productos de estética y
demás trastos, buscó en la caja de herramientas un martillo, cogió una maderita
donde apoyar las almendras para romperlas y, sentada en el suelo, empezó su
tarea.
No estaba sola; una prisionera la observaba desde dentro del saco. La
metieron allí por accidente junto con las almendras, y ahora se encontraba
magullada y desorientada, pues no reconocía el lugar, y eso la ponía nerviosa.
Tímidamente salió para reconocer el terreno, vio a Ángela y lo peor es que
Ángela también la vio a ella.
— ¡Aaah! ¡Mamá, mamá! —chilló la
niña.
Al oír unos gritos tan espeluznantes, la madre entró corriendo.
— ¿Qué te sucede? —preguntó—.
¿Te has chafado un dedo?
—No, mira: una araña —contestó
Ángela señalando hacia el saco—. ¡Mátala que es muy fea! ¡Aaaah!
Si Ángela se había asustado, la araña estaba aterrorizada. Las arañas no
oyen muy bien, solo captan vibraciones. Los agudos gritos de Ángela la hacían
temblar. Todas las patitas le flojeaban. No sabía dónde ir; pero cuando vio el
zapato de la madre que se le venía encima, echó a correr.
Subió por la pared y salió hacia la peluquería, entonces sí que se armó un
buen follón. Algunas mujeres se pusieron a gritar y a tirar objetos al pobre
animalito. Al final, la hicieron caer de la pared y desapareció en algún lugar
de las pilas de lavar el pelo.
— ¿Dónde está? —preguntaban
ansiosas.
—Ha caído al agua —aseguraba
una.
—Tira agua caliente para que se vaya por el desagüe y pon el tapón —aconsejaba
la otra.
Y así lo hicieron. Todas se quedaron tranquilas y convencidas de que se
habían librado de ella.
Sin embargo, la araña seguía allí muy quietecita. Había caído dentro de un
cacharro lleno de tinte y se había escondido en el fondo, aunque no podría
aguantar mucho porque aquel mejunje apestaba tanto que acabaría por
desmayarse.
Cuando ya no quedaba nadie, salió medio atontada y, entonces, sí que se
cayó en la pila de agua.
— ¡Arrgg, qué fría! —refunfuñó la araña—. Al menos el agua me quitará esta
porquería y este mal olor.
Se restregó la araña sus ocho patas, la cabeza, el abdomen (que es su
barriguita), todo, vaya. Se sentía limpia, pero no conseguía recuperar su
color.
—Me he frotado muy bien, ¿por qué sigo manchada? – Pensaba muy intrigada la
araña—. Siempre he presumido de unos maravillosos colorines que son la envidia
de todas mis amigas. Siempre he sido la más guapa, en cambio, este tono… es un
desastre.
Aunque se sentía algo deprimida, debía pensar en otros asuntos más
importantes como encontrar el camino a casa, mejor dicho al campo. Echó a andar
y caminó y caminó toda la noche, subió escaleras, bajó paredes, rodeó muebles…;
sin embargo, no encontró ninguna salida: volvía a estar encerrada, seguía en
una prisión.
Al amanecer, muy cansada y triste y, además,
hambrienta, se acurrucó en la esquina de una ventana. Si la abrían, a lo mejor,
podría escapar. Poco a poco se fue quedando dormida.
El ruido de una puerta la despertó. Ángela y su amiga Isabella acababan de
entrar riendo y hablando sin parar. Mientras Ángela buscaba los patines, Isabella
se acercó a la ventana.
— ¡Anda, mira qué bonita! ¿Desde cuándo la tienes? —preguntó Isabella—.
Es preciosa. Nunca había visto una de color rosa.
— ¿Una qué? —contestó Ángela sin mirar, pues continuaba rebuscando en el
armario de los juguetes—. Yo no tengo nada rosa.
— ¿Ah, no? Pues esta es rosa rosa…, más rosa no puede ser —comentó Isabella—.
¿Puedo tocarla?
— ¿De qué hablas? —dijo Ángela dándose la vuelta y mirando a su amiga.
—De la araña —aclaró.
Entonces la vio. La vio y se quedó blanca. Iba a gritar como la tarde
anterior, pero allí estaba Isabella tan tranquila intentando tocar a la araña.
— ¿Es que tú te atreves a…? —susurró.
—Pues claro –afirmó Isabella—. Ven aquí preciosa, eres como un peluche rosita. ¡Qué mona!
Le acercó un dedo lentamente. La araña se la miraba sin fiarse mucho,
aunque la verdad es que Isabella no parecía amenazadora. Levantó una pata y…
—Mira qué araña tan simpática, me está saludando con la patita —interpretó
Isabella, y sin pensarlo dos veces, juntó su dedo con la pata de la araña—. ¡Chócala! Encantada de conocerte.
— ¿Y si te pica? —murmuraba
Ángela, escondida detrás de su amiga.
—No creo. Me picaría si se sintiera amenazada, o si yo fuera una presa, o
si pudiera oler mi miedo, o eso dicen en los documentales –aseguró Isabella—.
Tengo una idea: para que sea nuestra amiga vamos a traerle algo de comida. Eso
nunca falla.
— ¿Pero tú estás loca? ¡Isabella, es una a-ra-ña! —recalcó
Ángela—. ¿Entiendes? Los bichos no son amigos de las personas.
— ¿Qué te apuestas? Voy a buscar algo.
Y salió antes de que Ángela pudiera decirle que no pensaba quedarse sola
con aquel bicho, tampoco se atrevía a marcharse por si se escondía y luego no
podían encontrarla. La araña la miraba con sus ocho ojos muy fijamente sin
moverse ni un milímetro, no fuera a gritar como la tarde anterior y viniera la
madre con la zapatilla a matarla.
Enseguida regresó Isabella.
—Mira, arañita, lo que tengo para ti: un mosquito y un escarabajo azul —Le ofreció
Isabella al tiempo que dejaba el mosquito muy cerca de la araña.
Como se moría de hambre se acercó despacito, desconfiando, pero esta niña
no parecía un enemigo y, al final, se puso a comer.
—Oye, tú no la quieres ¿verdad? —preguntó a
Ángela—. ¿Puedo quedármela?
—Claro, toda tuya —aceptó
encantada— que para eso somos amigas.
—Gracias. Tendremos que ponerle un nombre, ¿no te parece? —pensaba Isabella
en voz alta—. ¿Martina te gusta?
—Mejor, llámala Bicharraco —respondió
Ángela.
— ¡Cómo eres! Martina, tú no hagas caso. Anda, súbete a mi mano que nos
vamos a casa.
Y Martina trepó por la mano de Isabella que era una mano amiga, calentita y
olía muy bien.
—Gracias, otra vez, Ángela. Esta araña rosa es única en el mundo, jamás
olvidaré que me la regalaste tú. Hasta mañana —se
despidió Isabella contentísima con su nueva mascota.
Transcurrieron los días y Martina e Isabella cada vez se entendían mejor y
eran más amigas. A la niña le gustaba hacer los deberes y que la araña la
acompañara sobre el escritorio, así no se aburría tanto.
—Martina, vamos a jugar a dar clase, ¿vale? Como tú no te sabes las tablas
yo seré la señorita y tú, la alumna.
¿Te sabes la tabla del ocho, Martina? |
En estos casos la araña solía armarse de paciencia y levantaba una patita
en señal de conformidad.
—Martina, vamos a repasar la tabla del ocho. Repite conmigo: ocho por cero,
cero; ocho por uno, uno; ocho por dos, cien… —recitaba Isabella tan feliz.
Pero la araña no le hacía ni caso.
—Martina, he dicho que ocho por dos son cien y te has quedado tan fresca.
¿No ves que está mal? Te haré una versión adaptada para arañas y así te aclaras
mejor; cero arañas, cero patas; una araña por ocho patas, ocho patas; dos
arañas por ocho patas, cien patas…
Martina levantó las dos patitas delanteras, lo cual significaba que no
estaba de acuerdo.
— ¡Muy bien! Ya veo que estás atenta; ocho por dos no son cien. Solo quería
comprobar si me prestabas atención. Seguimos: dos arañas con ocho patas,
dieciséis patas; tres arañas con ocho patas,
veinticuatro patas…
La araña se paseaba por la mesa, se subía al cuaderno…
—Mañana tengo examen de ciencias naturales. Martina, te voy a preguntar
sobre los invertebrados. ¿Dónde estás? —preguntó
Ángela mirando por toda la mesa—. ¿No te habrás escondido porque no te sabes la
lección?
La araña se encogió para que no la descubriera.
—Martina, hoy te interesa el tema. Te voy a contar la diferencia entre los
insectos y los arácnidos. Supongo que sabrás que tú no eres un insecto, eres un
arácnido.
Entonces la araña salió del estuche de los lápices, se subió al libro
mientras Isabella le explicaba que ni los insectos ni las arañas tienen columna
vertebral por eso son todos invertebrados, sin embargo, los insectos cuentan
con seis patas y los arácnidos con ocho.
No siempre eran así de tranquilas y entretenidas las tardes de estas dos
amigas. Un día Isabella estaba
trabajando en una manualidad, de pronto, se dio cuenta de que le faltaba una
goma y fue a pedírsela a su madre.
Mientras tanto, Martina salió de la cajita que era su casa y empezó a
curiosear cartulinas, herramientas, se metió en unos botecitos muy llamativos,
derribó otros…
Cuando regresó Ángela no podía creer lo que estaba viendo: las cartulinas
revueltas, los botes tumbados, la cola derramada, la pared llena de caminitos
brillantes de purpurina… Esto solo podía ser obra de alguien que ella conocía
muy bien.
— ¡Martina, eres tremenda! ¿Dónde estás araña atolondrada?
Siguiendo el rastro de purpurina que había dejado en la pared la descubrió
enseguida.
—Eres muy traviesa. ¿Qué le voy a decir a mamá cuando vea la pared llena de
purpurina? ¿Le digo que son cenefas?
Entonces se echó a reír.
— ¿Tú te has visto bien? ¿No tenías bastante con ser una araña de color
rosa? Ahora estás llena de purpurina y brillas como si fueras una bola de
Navidad.
Aquella noche la araña no se atrevió a bajar de la pared. La tenue luz que
entraba por la ventana se reflejaba en la purpurina y la hacía destellar. Isabella
tumbada en su cama la observaba divertida.
—Martina, estás bonita ahí arriba, pareces una estrella en el cielo. Si
ahora te diera por correr, serías una estrella fugaz —le comentó
Isabella.
La arañita ya no se sentía tan apesadumbrada al escuchar a su dueña. Cuando
era de colorines, ella se veía muy guapa; en cambio las personas le tenían asco
y miedo y, entonces, querían matarla. No entendía por qué la consideraban mala,
si era de colores; y buena, si era rosa. Era la misma buena araña tuviera el
color que tuviera. Pensaba que los humanos eran raros, pero si ser rosa y
brillante de purpurina hacía feliz a Isabella y evitaba que los demás
intentaran asesinarla, pues estupendo.
Con la llegada del verano, empezó el calor y ese calor húmedo y pegajoso,
que no deja ni dormir por las noches, atrajo a los mosquitos leopardo.
Aparecieron una tarde en una miríada, que es
como un platillo volante formado por mosquitos, y atacaron a niños, adultos,
perros, vacas…, casi nadie se libró. A la mañana siguiente, los amigos de Isabella
se enseñaban unos a otros las grandes ronchas y contaban cuántas tenían para
ver quién era el ganador. Lo peor es que escocían una barbaridad, así que el
ganador era también el perdedor.
Sin embargo, Isabella no tenía ni una picadura. Era la única del pueblo que
se había salvado. Entonces, fueron a visitarla el Sr. Alcalde, el Sr. Pediatra,
la Sra. Directora del colegio, la Sra. Jefa de Policía. Todos necesitaban saber
qué había hecho Isabella para librarse, porque estas personas tan importantes
tenían que proteger al resto del pueblo de la plaga de mosquitos. Aunque la
interrogaron durante una hora, no descubrieron nada.
Al anochecer, aparecieron otra vez los mosquitos y picaron un poco menos
que la noche anterior porque los vecinos estaban preparados, aún así, algunos
se despertaron con unos cuantos picotazos más.
Por la mañana, las autoridades volvieron a casa de Isabella. Cuando
comprobaron que no tenía ni una picadura a pesar de dormir con la ventana
entreabierta, se quedaron más confusos que el día anterior, porque que no la
picaran un día podía ser suerte, pero dos…
—Yo sé el porqué –intervino Isabella.
Nadie la escuchaba. Así son los mayores: se enzarzan en una discusión y no
se escuchan ni entre ellos. Entonces Isabella
tuvo una idea; subió a su habitación, cogió a Martina y de regreso en el salón,
abrió la cajita y soltó a la araña. Inmediatamente se hizo el silencio. El
alcalde se escondió detrás del pediatra, la directora se subió a una silla, la
policía la apuntó con la pistola… No sabían si gritar o no, si disparar o no,
si huir o no, porque era una araña, pero una araña rosa brillante. Se quedaron
estupefactos. Estupefactos es una palabra extraña para decir que la situación
era tan rara que no sabían cómo reaccionar.
—Aquí está es la diferencia: yo tengo araña y los demás no —afirmó Isabella.
—Esta es Martina, mi amiga, y cada noche teje una tela de seda en la
abertura de la ventana de forma que cuando entran los mosquitos se quedan
atrapados. Luego los envuelve con otro hilo de seda para inmovilizarlos.
—No es posible, esos mosquitos son demasiado grandes, romperían la tela —objetó el
alcalde.
—La seda de la tela de araña es muy resistente —aseguró Isabella.
—Si coge dos hilos igual de gruesos uno de seda y otro de acero, se romperá
antes el de acero.
La tela de araña es más resistente que el acero |
—No creo que eso pueda ser —masculló el alcalde.
—Suban a mi habitación y les enseñaré la tela —retó Isabella
a todos los presentes.
Los arácnidos pueden segregar distintas clases de seda según el uso que le
vayan a dar y Martina, viendo que los mosquitos eran enormes, tejió una trampa
con su mejor seda.
—Anoche mi araña no dormía en ninguno de sus sitios habituales y me puse a
buscarla —explicó Isabella—. Cuando la encontré estaba muy atareada tejiendo esa tela
entre la ventana y la pared que, como pueden ver, está llena de mosquitos. Tan
pronto como se quedaban enganchados, mi arañita los envolvía en seda y ya no
podían escapar.
— ¡Caramba! —exclamó el alcalde—, parece que llevas razón; tu araña se ha pasado la
noche haciendo guardia para que no te picara ningún mosquito.
Martina levantó la patita y ya sabéis que, cuando ella levanta una pata,
quiere decir que está de acuerdo.
—Esto lo explica todo —dijo la
chica policía—. Sr. Alcalde creo que deberíamos informar a la población para
que no maten más arañas ni rompan sus telas.
—Los pájaros también comen insectos; todos podríamos colgar en los árboles
casetas para que aniden –sugirió Isabella.
—Sí, es una buena idea. Las instalaremos en los parques —se
comprometió el alcalde.
Se marcharon dando órdenes para hacer bandos, comprar casetas, enviar notas
a la prensa, hacer… lo que hacen las autoridades. Isabella y Martina se
quedaron solas en su habitación.
—Martina, muchas gracias por cuidar de mí —dijo Isabella
a la araña— mientras le acariciaba la espalda con un dedo.
Martina estaba tan contenta que cogió carrerilla y dio una voltereta en el
aire.
— ¡Oh! —exclamó Isabella—.
¡Araña alocada! ¿No ves que puedes hacerte daño? Yo también estoy contenta,
pero no hago volteretas mortales. Ven, sube a mi mano que nos vamos de paseo.
Por primera vez pudieron salir a tomar el sol al parque sin que nadie
intentara hacer daño a la araña. Aunque la miraban con curiosidad y un pelín de
repelús, al cabo de unos días se habían acostumbrado y la saludaban con
simpatía, sobre todo, desde la aparición de su fotografía en la portada del
diario con una doctora que había venido desde Japón para estudiar su seda.
Además ahora estaba de moda tener una araña de mascota, ¡aunque no fuera
rosa! Para despedirnos, Martina, que es una araña muy educada, levanta su patita
y nos dice:
“Adiós”
Ya veis que las arañas no son malas, pero recordad que son muy miedicas. Si
encontráis una araña intentad salvarla, pero no la cojáis con la mano porque si
se asusta puede morderos, utilizad una cajita o un vaso para atraparla y sacarla
a la calle.
©
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